Desde la miseria
Trump y sus seguidores han decidido que quienes ingresan ilegalmente al
país, especialmente por la frontera sur, la que colinda con México, con el “Tercer
Mundo”, con los otros, sean sometidos a una política de control y sanción
absolutamente inhumana. Estos procedimientos incluyen la separación de los niños
de sus respectivos padres. Por las redes y plataformas digitales circulan
fotografías y vídeos que muestran el llanto desgarrador de los pequeños al ser
arbitrariamente impedidos de permanecer junto a su familia, a sus seres
queridos.
Sólo cuando se tiene un hijo – o una hija – se comprende el lazo tan íntimo
y personal que se establece con ese ser que ha llegado indefenso a este mundo,
que no tiene más universo que el contexto que le proveen sus padres o en su
defecto, familiares cercanos. Además, un
niño aún no tiene la experiencia ni el conocimiento como para pedirle que se
adapte a una situación radicalmente nueva en la cual sus únicos referentes, sus
padres, han desaparecido. Generar este tipo de separaciones en nombre de una
política estatal es cruel y aberrante.
Joseph Goebbels, famoso ministro nazi de propaganda, afirmaba que la
libertad de expresión encuentra su límite cuando se opone a los derechos del
Estado, de este monstruo gigantesco que en lugar de garantizar el bienestar de la
gente, a veces pisotea los derechos humanos más elementales en función de
ideologías xenófobas o de la simple voluntad de ganar popularidad entre sus
electores. Al parecer, la administración Trump se ha inspirado en las políticas
más extremas de los totalitarismos históricos para lograr sus objetivos. Irónicamente, Jeff Sessions, fiscal general de
los Estados Unidos, incluso ha citado a San Pablo para recordar la obligación
de obedecer las leyes de los legítimos gobernantes. Pero para el cristianismo,
primero cuenta la familia, no el Estado; por lo tanto, éste no puede imponer
políticas que rompan el derecho natural de los padres de proteger a sus hijos y
permanecer junto a ellos. Si este individuo hubiera vivido en el antiguo
Egipto, habría seguramente separado a Jesús de sus padres cuando éstos tuvieron
que huir de la mano asesina de otro sátrapa, Herodes.
Las familias migrantes de Honduras, México, El Salvador, Guatemala o
Ecuador no llegan a los Estados Unidos para pasearse por Disney World y gastar allí sus escasos dólares. No son parte de los
sectores acomodados de América Latina que se pueden dar el lujo de entrar y
salir de la sede del imperio por pura diversión o para realizar compras. No,
son aquellos que migran desde la miseria con la esperanza de encontrar una luz
al final del túnel; son los que anhelan que sus hijos puedan crecer en un
ambiente mejor que el de sus países, dominados por la corrupción, la falta de
oportunidades, la violencia o los desastres naturales. Y éstos, precisamente éstos que buscan
sobrevivir saliendo de sus patrias mezquinas, llegan a un ficticio paraíso en
el que les es arrancado su único bien que vale algo, su prole, el fruto de sus
entrañas.
Nadie en su sano juicio afirmaría que los Estados Unidos, como país
soberano que es, tiene que permitir la entrada libre de tantos miles de migrantes que
golpean a sus puertas pidiendo ser admitidos. Es verdad que debe haber un
proceso de documentación y control de quienes migran por su cuenta sin cumplir
las rígidas normas migratorias para que dicho proceso sea considerado legal. El
país del norte tiene el derecho de conceder o negar la entrada de migrantes a
su territorio. Sin embargo, no debe hacerlo sometiendo a la gente a semejante
tortura psicológica y emocional. Es inconcebible que esta potencia mundial
gaste miles de millones de dólares en armas, por no hablar más que de uno de
los rubros de su gigantesco aparato consumista, y no tenga recursos para habilitar
centros de acogida temporal para los migrantes en donde éstos puedan
permanecer, junto con sus hijos, mientras las autoridades deciden si son
admitidos al país o deben ser deportados.
Trump también es hijo de una mujer migrante, la escocesa Mary Anne Mac Leod.
La diferencia es que ella era europea y hablaba inglés. Es muy difícil pensar
entonces que las políticas migratorias del actual gobierno de los Estados
Unidos de América no estén inspiradas en supuestos racistas y etnocéntricos.
20/06/2018
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