Siga por favor, al fondo está vacío…
Por: Nicolás Dousdebés C.
¿Ha estado usted alguna vez cerca de
la muerte, ha sentido la impotencia de dirigirse hacia un final catastrófico de
su vida sin que pudiera hacer algo para evitarlo? Eso es precisamente lo que
siente un pasajero cuando el avión en el que viaja aterriza mal, se sale de la
pista, se impacta contra un muro y está a punto de estallar… si uno sobrevive,
la visión sobre la vida ya no es la misma, y la confianza en los transportes aéreos
tampoco.
Subo por la escalerilla
del avión de Mili Air y escucho a mi derecha la voz de un sobrecargo. Sus
palabras son apresuradas, agitadas, nerviosas. Se nota que está transmitiendo
órdenes y no se siente cómodo pero igual dice y ordena lo que se le ha mandado.
-
Por favor
siga; ¡pronto!, debemos despegar cuanto antes, no hay tiempo… siéntese donde
pueda… ¡disculpe, ¿Cómo dice?, ¿el número de asiento?... no, no se preocupe por
eso, escoja el lugar que desee, pero tome asiento lo más pronto posible y
abróchese el cinturón de seguridad porque ya mismo despegamos.
Esas fueron sus palabras, más parecidas a las de un cobrador de la línea
“Cutuglagua-Marín” que a las de un asistente de vuelo. Los hechos aquí
relatados, me quitaron la confianza y la tranquilidad que le solía tener al
abordar un avión.
El Aeropuerto de Ajol, al extremo meridional del país, no cuenta con
iluminación nocturna y ésta es la razón por la cual se aconseja a los pilotos
que si se les ha pasado ya la hora del crepúsculo, no intenten despegar sino
que, siguiendo el simple sentido común, se queden a pernoctar en la ciudad para
evitar cualquier percance y riesgo que comprometa la seguridad de los
pasajeros.
Sin embargo, en aquella tarde septembrina se impuso la voluntad de Mi teniente, Mi Capitán,
MI Coronel, MI GENERAL!!!, mi lo que sea.... y se despegó no más, sin hacer mayor caso de las voces que recomendaban
aplazar el vuelo hasta la mañana siguiente.
-
Señores y
señoras, (lo de ladies and gentlemen
se omitió por despegar lo antes posible) por favor pongan atención a las
instrucciones de seguridad que nuestro personal de a bordo está por mostrarles
ahora mismo…
Una azafata comenzó a realizar la gimnasia aprendida de memoria a fuerza de
tanto repetirse. Se me acercó y me pidió expresamente que leyera las
instrucciones del folleto ubicado frente a mí acerca de las evacuaciones en
caso de emergencia. Puesto que se me había dado a elegir el asiento en el que
quisiera sentarme, me senté sin mayor preámbulo en el primero que hallé al
mirar hacia mi izquierda. Era precisamente el que estaba a lado de la salida de
emergencia, justo sobre el ala.
Cuando empecé a leer
aquellas instrucciones y a observar sus ilustraciones, me vino un súbito
pensamiento; se cruzó raudo y sutil un
diálogo conmigo mismo…
- - ¿Y si pasa
algo en este vuelo, y si se cae el avión?...
- - pero no… ¿cómo
crees que pase algo así?, debes estar loco, todo estará bien.
- - Despegue
no más señor piloto, “no ha de pasar nada”, además mañana es sábado y tengo que
ir a las compras, me esperan planes por realizar, fiestas por gozar, trabajos
por hacer, películas por ver, metas por alcanzar.
- - ¿Y
si no llego, y si algo pasa con el avión?
- - ¡No,
nunca! Eso pasa sólo en el Discovery Channel, en el cine o a los
otros… pero a mí no, yo soy buena persona y Dios me protege. Él no ha de querer
que algo malo pase.
- - ¿Y
qué tal si lo permite? ¿Y todos los que se han muerto en miles de accidentes o
atentados? ¿Es que acaso entonces Dios fue malo? ¿Ya no te acuerdas del 11 de septiembre, hace
diez años?
- - Bueno,
basta de cuestionamientos. Ese fue otro caso. Ahora no ha de pasar nada,
imagínate cuánta gente viaja en avión, no nos va a pasar algo malo justo a
nosotros… ¡vos también! ¡vamos rápido; qué fue que no despega este piloto!
Una vez en
el aire, se vislumbraban en lontananza los últimos efluvios de luz
agonizante que el movimiento terráqueo
permitía ver mientras el Sol se escondía detrás de un colchón de nubes andinas.
Todo normal, gente que conversaba; otros leían o reían entre sí, tomaban una
soda o dormían, veían a través de las ventanillas apreciando el horizonte y
hacían planes para la noche.
El vuelo hasta Quito se desarrolló
sin aparentes novedades y salvo el incidente en Ajol que evidenció la no
superada “cultura” de atraso e improvisación, parecía que sería un viaje más,
una rutina aérea sin mayor trascendencia.
Minutos más tarde el avión se
aproximaba a Toqui, comenzó el descenso y paulatinamente se sumergió en una
densa nube apenas percibida a simple vista pues el crepúsculo ya había pasado a
esa hora (aproximadamente las 19:15). Al bajar más, aparecieron las luces de la
urbe, sus trazos irregulares que tanto me gustaba ver cuando se aterrizaba en
el antiguo aeropuerto pues aprovechaba para identificar todos los edificios y
lugares en medio de los cuales transcurría mi vida. Pocas veces se tenía la
fugaz oportunidad de contemplar la ciudad desde lo alto.
Llovía; mala señal. Pero nada grave
podía pasar, al fin y al cabo, miles de aviones aterrizan bajo condiciones
similares en todo el mundo. En efecto, si los procedimientos se siguen, no hay
problema, estos modernos aparatos voladores cuentan con todas las ayudas
técnicas para un aterrizaje sin problemas ni sustos. Sin embargo, algo había
dentro que me decía, no me gusta; habría sido mejor si no estuviera lloviendo.
Y tocamos pista. Iba rápido el
avión, demasiado rápido para mi gusto. Por las ventanillas se veían las casas
del norte de Toqui y las instalaciones aeroportuarias que pasaban a toda
velocidad, como cuando se rebobina una película. Y no se detenía,
la máquina no frenaba. ¿Será que…?
Hace tiempo un avión de Hispania se
había salido de la pista de aterrizaje, de esta misma pista. No hubo consecuencias
graves pero la nave quedó casi un par de meses estancada con medio fuselaje
proyectándose fuera del límite del aeropuerto. Entonces pensé… ¿y si nos pasa
lo mismo…?
En un segundo traté de convencerme
de que todo estaba normal y el avión pronto se detendría. Pero la evidencia
sugería lo contrario. Uno no cree que algo así esté sucediendo; el ser humano
se resiste a admitir lo malo, lo triste, lo doloroso. Pero esto también sucede,
es parte de la vida, nos moldea a base de golpes y magulladuras.
El grito de ¡emergencia, agáchense!,
de una de las azafatas y las sacudidas del avión cuando se salió de la pista y
comenzó a rodar sobre la superficie de hierba del campo al extremo norte del
aeropuerto, me convencieron de que lo malo si estaba pasando. Esta es la zona
situada sobre los túneles construidos después que se accidentó un avión de
Habana en el 98. Y si eso no hubiese sucedido, tal vez no habría escrito esto
jamás.
En ese momento instintivamente y
aunque uno no crea ni en la madre que le parió, se piensa en el más allá, Dios,
el Nirvana, la Eternidad, el Juicio Final o lo que sea que venga después de
estos breves instantes llamados vida. Pero como si creo, recuerdo que simplemente
dije… Tú lo sabes todo, está en tus manos… perdón si en algo te ofendí… pero no
seas malito, ojalá salga vivo de esta.
Mis diálogos escatológicos
terminaron cuando la nave bajó bruscamente un talud y se detuvo en seco.
Aparentemente habíamos chocado y eso impidió que el avión siguiera su
accidentado curso. Aún recuerdo los
rostros de pánico, los chillidos de niños y mujeres, las azafatas que se
desgañitaban gritando ¡evacuación, evacuación de inmediato!
Mi compañero de asiento abrió en
pocos segundos la portezuela de emergencia. Mucha gente me presionaba pues la
salida de emergencia derecha estaba bloqueada por el ala que se había deformado
al estrellarse contra la pared de un taller. Lo que más miedo producía en aquel
momento era el humo que ingresó al abrir la puerta. Era un fuerte olor a
quemado que entrañaba el riesgo inminente de una explosión.
Así, con la adrenalina fluyendo por
todo el cuerpo salí, pisé el ala, resbalé y caí sobre la llanta del avión. Al
llegar finalmente al suelo escuché voces que nos ordenaban alejarnos lo más
pronto posible. Entonces corrí tan rápido como pude, subí la rampa de hierba y
me detuve ya en la pista con la boca absolutamente seca y la respiración
entrecortada mientras el corazón parecía que se me saldría del pecho.
Dentro de poco fuimos llevados a la
terminal en donde jamás apareció una autoridad o empleado de Mili Air, nadie
que diera razón o atendiera a los asustados pasajeros. Mientras tanto, en los exteriores no había
tampoco nadie que diera información a los parientes sobre lo que había
sucedido.
Más de dos años después la empresa tampoco
ha dicho qué pasó, cuáles fueron las causas de este accidente catastrófico sin
pérdidas humanas. Para Mili Air se trató de un pequeño “incidente”. ¿Cómo
entonces ya han cobrado el seguro por pérdida total de la nave?
A pesar de haber sido, como se dice
en palabras corrientes, un accidente con felicidad pues no se registraron
heridos graves, lo que es absolutamente inaceptable son las causas que lo
originaron. La primera, el haber ignorado el consejo de quedarse en Ajol
teniendo en cuenta la falta de equipamiento nocturno de ese aeropuerto. Podría
decirse que esto no tuvo nada que ver con el accidente en sí mismo, sin embargo
es una clara muestra de la ligereza con la que se maneja la seguridad aérea en
el país.
Las otras dos causas, las realmente
graves, son aquellas que incidieron directamente en este percance. Por una
parte, el avión presentaba una falla en el funcionamiento de los flaps, es decir, en su sistema de frenos.
Este hecho ya muestra una gran falencia en los protocolos y procesos de
mantenimiento por parte de Mili Air. Y si a esto se suma el factor climático,
es decir, la pista mojada del aeropuerto de Toqui, se tiene una fórmula
perfecta para el desastre.
Lo más sensato era evitar el
aterrizaje en esta pista y dirigir la nave hacia otro aeropuerto en el cual, a
pesar de la falla mecánica presente, el avión hubiera podido tomar tierra con
mayor tracción, ya sin agua. Aquí interviene la tercera causa, la más “humana”,
la que sólo se explica desde la temeridad de quien no tiene ni idea del valor
de la vida. Quien estaba a cargo de pilotear el avión sugirió la alternativa de
volar hacia una pista seca. Pero su superior, envalentonado y prepotente, le
ordenó dejar inmediatamente el comando de la nave. Lo asumió él y aterrizó la
nave sin frenos sobre una pista mojada. Estuvo a punto de causar la muerte de
cien personas, incluido él mismo.
Mili Air no se ha disculpado aún ni
las autoridades de Aviación Civil se han dignado llamar a los pasajeros y
ofrecerles una explicación clara y honesta de los hechos. Así nos movemos en el
país, poniendo nuestras vidas en manos de ciertos “profesionales” de la aviación y del volante.
(Crónica sobre un accidente aéreo ocurrido
en Quito, el 16 de septiembre de 2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario