miércoles, 21 de agosto de 2013

Crónica del accidente de TAME 16 sep 2011

Siga por favor, al fondo está vacío…
                                                                                                                              Por: Nicolás Dousdebés C.
¿Ha estado usted alguna vez cerca de la muerte, ha sentido la impotencia de dirigirse hacia un final catastrófico de su vida sin que pudiera hacer algo para evitarlo? Eso es precisamente lo que siente un pasajero cuando el avión en el que viaja aterriza mal, se sale de la pista, se impacta contra un muro y está a punto de estallar… si uno sobrevive, la visión sobre la vida ya no es la misma, y la confianza en los transportes aéreos tampoco.

Subo por la escalerilla del avión de Mili Air y escucho a mi derecha la voz de un sobrecargo. Sus palabras son apresuradas, agitadas, nerviosas. Se nota que está transmitiendo órdenes y no se siente cómodo pero igual dice y ordena lo que se le ha mandado.

-          Por favor siga; ¡pronto!, debemos despegar cuanto antes, no hay tiempo… siéntese donde pueda… ¡disculpe, ¿Cómo dice?, ¿el número de asiento?... no, no se preocupe por eso, escoja el lugar que desee, pero tome asiento lo más pronto posible y abróchese el cinturón de seguridad porque ya mismo despegamos.

Esas fueron sus palabras, más parecidas a las de un cobrador de la línea “Cutuglagua-Marín” que a las de un asistente de vuelo. Los hechos aquí relatados, me quitaron la confianza y la tranquilidad que le solía tener al abordar un avión.

El Aeropuerto de Ajol, al extremo meridional del país, no cuenta con iluminación nocturna y ésta es la razón por la cual se aconseja a los pilotos que si se les ha pasado ya la hora del crepúsculo, no intenten despegar sino que, siguiendo el simple sentido común, se queden a pernoctar en la ciudad para evitar cualquier percance y riesgo que comprometa la seguridad de los pasajeros.

Sin embargo, en aquella tarde septembrina se impuso la voluntad de Mi teniente, Mi Capitán, MI Coronel, MI GENERAL!!!, mi lo que sea.... y se despegó no más, sin hacer mayor caso de las voces que recomendaban aplazar el vuelo hasta la mañana siguiente.

-          Señores y señoras, (lo de ladies and gentlemen se omitió por despegar lo antes posible) por favor pongan atención a las instrucciones de seguridad que nuestro personal de a bordo está por mostrarles ahora mismo…

Una azafata comenzó a realizar la gimnasia aprendida de memoria a fuerza de tanto repetirse. Se me acercó y me pidió expresamente que leyera las instrucciones del folleto ubicado frente a mí acerca de las evacuaciones en caso de emergencia. Puesto que se me había dado a elegir el asiento en el que quisiera sentarme, me senté sin mayor preámbulo en el primero que hallé al mirar hacia mi izquierda. Era precisamente el que estaba a lado de la salida de emergencia, justo sobre el ala.

Cuando empecé a leer aquellas instrucciones y a observar sus ilustraciones, me vino un súbito pensamiento; se cruzó raudo y sutil un  diálogo conmigo mismo…
-         - ¿Y si pasa algo en este vuelo, y si se cae el avión?...
-          - pero no… ¿cómo crees que pase algo así?, debes estar loco, todo estará bien.
-          - Despegue no más señor piloto, “no ha de pasar nada”, además mañana es sábado y tengo que ir a las compras, me esperan planes por realizar, fiestas por gozar, trabajos por hacer, películas por ver, metas por alcanzar.
-          - ¿Y si no llego, y si algo pasa con el avión?
-          - ¡No, nunca!  Eso pasa sólo en el Discovery Channel, en el cine o a los otros… pero a mí no, yo soy buena persona y Dios me protege. Él no ha de querer que algo malo pase.
-        -  ¿Y qué tal si lo permite? ¿Y todos los que se han muerto en miles de accidentes o atentados? ¿Es que acaso entonces Dios fue malo?  ¿Ya no te acuerdas del 11 de septiembre, hace diez años?
-       -   Bueno, basta de cuestionamientos. Ese fue otro caso. Ahora no ha de pasar nada, imagínate cuánta gente viaja en avión, no nos va a pasar algo malo justo a nosotros… ¡vos también! ¡vamos rápido; qué fue que no despega este piloto!

Una vez en el aire, se vislumbraban en lontananza los últimos efluvios de luz agonizante  que el movimiento terráqueo permitía ver mientras el Sol se escondía detrás de un colchón de nubes andinas. Todo normal, gente que conversaba; otros leían o reían entre sí, tomaban una soda o dormían, veían a través de las ventanillas apreciando el horizonte y hacían planes para la noche.

El vuelo hasta Quito se desarrolló sin aparentes novedades y salvo el incidente en Ajol que evidenció la no superada “cultura” de atraso e improvisación, parecía que sería un viaje más, una rutina aérea sin mayor trascendencia.

Minutos más tarde el avión se aproximaba a Toqui, comenzó el descenso y paulatinamente se sumergió en una densa nube apenas percibida a simple vista pues el crepúsculo ya había pasado a esa hora (aproximadamente las 19:15). Al bajar más, aparecieron las luces de la urbe, sus trazos irregulares que tanto me gustaba ver cuando se aterrizaba en el antiguo aeropuerto pues aprovechaba para identificar todos los edificios y lugares en medio de los cuales transcurría mi vida. Pocas veces se tenía la fugaz oportunidad de contemplar la ciudad desde lo alto.

Llovía; mala señal. Pero nada grave podía pasar, al fin y al cabo, miles de aviones aterrizan bajo condiciones similares en todo el mundo. En efecto, si los procedimientos se siguen, no hay problema, estos modernos aparatos voladores cuentan con todas las ayudas técnicas para un aterrizaje sin problemas ni sustos. Sin embargo, algo había dentro que me decía, no me gusta; habría sido mejor si no estuviera lloviendo.

Y tocamos pista. Iba rápido el avión, demasiado rápido para mi gusto. Por las ventanillas se veían las casas del norte de Toqui y las instalaciones aeroportuarias que pasaban a toda velocidad, como cuando se rebobina una película. Y no se detenía, la máquina no frenaba. ¿Será que…?

Hace tiempo un avión de Hispania se había salido de la pista de aterrizaje, de esta misma pista. No hubo consecuencias graves pero la nave quedó casi un par de meses estancada con medio fuselaje proyectándose fuera del límite del aeropuerto. Entonces pensé… ¿y si nos pasa lo mismo…?

En un segundo traté de convencerme de que todo estaba normal y el avión pronto se detendría. Pero la evidencia sugería lo contrario. Uno no cree que algo así esté sucediendo; el ser humano se resiste a admitir lo malo, lo triste, lo doloroso. Pero esto también sucede, es parte de la vida, nos moldea a base de golpes y magulladuras.

El grito de ¡emergencia, agáchense!, de una de las azafatas y las sacudidas del avión cuando se salió de la pista y comenzó a rodar sobre la superficie de hierba del campo al extremo norte del aeropuerto, me convencieron de que lo malo si estaba pasando. Esta es la zona situada sobre los túneles construidos después que se accidentó un avión de Habana en el 98. Y si eso no hubiese sucedido, tal vez no habría escrito esto jamás.

En ese momento instintivamente y aunque uno no crea ni en la madre que le parió, se piensa en el más allá, Dios, el Nirvana, la Eternidad, el Juicio Final o lo que sea que venga después de estos breves instantes llamados vida. Pero como si creo, recuerdo que simplemente dije… Tú lo sabes todo, está en tus manos… perdón si en algo te ofendí… pero no seas malito, ojalá salga vivo de esta.

Mis diálogos escatológicos terminaron cuando la nave bajó bruscamente un talud y se detuvo en seco. Aparentemente habíamos chocado y eso impidió que el avión siguiera su accidentado curso.  Aún recuerdo los rostros de pánico, los chillidos de niños y mujeres, las azafatas que se desgañitaban gritando ¡evacuación, evacuación de inmediato!

Mi compañero de asiento abrió en pocos segundos la portezuela de emergencia. Mucha gente me presionaba pues la salida de emergencia derecha estaba bloqueada por el ala que se había deformado al estrellarse contra la pared de un taller. Lo que más miedo producía en aquel momento era el humo que ingresó al abrir la puerta. Era un fuerte olor a quemado que entrañaba el riesgo inminente de una explosión.

Así, con la adrenalina fluyendo por todo el cuerpo salí, pisé el ala, resbalé y caí sobre la llanta del avión. Al llegar finalmente al suelo escuché voces que nos ordenaban alejarnos lo más pronto posible. Entonces corrí tan rápido como pude, subí la rampa de hierba y me detuve ya en la pista con la boca absolutamente seca y la respiración entrecortada mientras el corazón parecía que se me saldría del pecho.

Dentro de poco fuimos llevados a la terminal en donde jamás apareció una autoridad o empleado de Mili Air, nadie que diera razón o atendiera a los asustados pasajeros.  Mientras tanto, en los exteriores no había tampoco nadie que diera información a los parientes sobre lo que había sucedido.

Más de dos años después la empresa tampoco ha dicho qué pasó, cuáles fueron las causas de este accidente catastrófico sin pérdidas humanas. Para Mili Air se trató de un pequeño “incidente”. ¿Cómo entonces ya han cobrado el seguro por pérdida total de la nave?  

A pesar de haber sido, como se dice en palabras corrientes, un accidente con felicidad pues no se registraron heridos graves, lo que es absolutamente inaceptable son las causas que lo originaron. La primera, el haber ignorado el consejo de quedarse en Ajol teniendo en cuenta la falta de equipamiento nocturno de ese aeropuerto. Podría decirse que esto no tuvo nada que ver con el accidente en sí mismo, sin embargo es una clara muestra de la ligereza con la que se maneja la seguridad aérea en el país.  

Las otras dos causas, las realmente graves, son aquellas que incidieron directamente en este percance. Por una parte, el avión presentaba una falla en el funcionamiento de los flaps, es decir, en su sistema de frenos. Este hecho ya muestra una gran falencia en los protocolos y procesos de mantenimiento por parte de Mili Air. Y si a esto se suma el factor climático, es decir, la pista mojada del aeropuerto de Toqui, se tiene una fórmula perfecta para el desastre.

Lo más sensato era evitar el aterrizaje en esta pista y dirigir la nave hacia otro aeropuerto en el cual, a pesar de la falla mecánica presente, el avión hubiera podido tomar tierra con mayor tracción, ya sin agua. Aquí interviene la tercera causa, la más “humana”, la que sólo se explica desde la temeridad de quien no tiene ni idea del valor de la vida. Quien estaba a cargo de pilotear el avión sugirió la alternativa de volar hacia una pista seca. Pero su superior, envalentonado y prepotente, le ordenó dejar inmediatamente el comando de la nave. Lo asumió él y aterrizó la nave sin frenos sobre una pista mojada. Estuvo a punto de causar la muerte de cien personas, incluido él mismo.  

Mili Air no se ha disculpado aún ni las autoridades de Aviación Civil se han dignado llamar a los pasajeros y ofrecerles una explicación clara y honesta de los hechos. Así nos movemos en el país, poniendo nuestras vidas en manos de ciertos  “profesionales” de la aviación y del volante.

(Crónica sobre un accidente aéreo ocurrido en Quito, el 16 de septiembre de 2011)














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